miércoles, 13 de octubre de 2010

Mineros de Chile

MINERIA - RESCATE
Una vivencia que no muchos pueden contar.
El exitoso rescate de los mineros chilenos, casi sepultados en una mina a más de 600 metros bajo tierra, de sus entrañas la Tierra los ha devuelto, como en un parto, a la vida, así, uno a uno hasta el final, ahora está tranquila. Este accidental hecho, ha traído a mi mente una experiencia de hace muchos años, que no creo que muchos puedan tener.
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En unas vacaciones en Chile, en enero del hemisferio austral, uno de nosotros, más que pariente, un amigo, pidió a los, en ese entonces dueños de las minas de cobre de Andacollo, en plena cordillera de Los Andes que nos permitieran visitar la mina.
Hasta ese momento, no teníamos ni idea de qué se trataba ni como era una mina a tajo abierto, solo vistas en fotos por nuestro grupo, éramos cinco en tiempo de veraneo en esas latitudes, pleno enero.
Aceptada la petición, al día siguiente nos viene a buscar el yerno de uno de los propietarios de la mina, en una reluciente camioneta de doble cabina, recién importada de los Estados Unidos, como casi toda la maquinaria que observamos después trabajar en la explotación minera, cargadoras cuyas ruedas, casi doblaban nuestra altura que ronda un metro y ochenta centímetros.
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Por un camino muy bien conservado aunque no asfaltado llegamos desde la Serena subiendo siempre por la montaña, muy cercana al mar, a Andacollo, no recuerdo detalles del pueblo de ese nombre, pero sí la aparición de un enorme pozo de kilómetros de extensión en su eje longitiudinal, ovalado era su forma aproximada, algo irregular como las montañas. El camino desde ese momento era como un camino de cornisa, en partes hubo de bajar nuestro guía y conductor desviándose del camino, porque, tras haber tronado (término local para: dinamitado), en las laderas de la mina, cosa que ocurrió con frecuencia en las horas que duró la visita, las máquinas impedían el paso, cargando el mineral de cobre, fragmentada la roca por la explosión, en enormes camiones que se llenaban con una o dos cucharas de esas gigantescas palas cargadoras.
De regreso al borde superior de la mina, ya a vuelo de pájaro visitada, nos presentan a un ingeniero en minas, profesión frecuente en ese país, minero por excelencia, quien nos informa de que la mina aledaña, pertenecía a otro miembro de la familia,  era una mina subterránea, a la que se bajaba por un túnel oblicuo que se conectaba a la chimenea central, un pozo vertical por el que se saca el mineral con una grúa o torno en medios tambores, un medio barril de petróleo.
Nada mejor se le ocurrió a nuestro amigo, que pedir nos dejen bajar a la mina, ya habíamos escuchado que se trabajaba a 96 metros, nadie pudo mostrar su temor, menos quien escribe estas líneas.
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Tras presentarnos a su ayudante, un técnico, dijo: deben esperar que salga el turno dentro de unos minutos, tal fue la explicación del ingeniero, mientras, hablaba de rendimiento y leyes en cuanto a la extensión de la explotación y la seguridad de que una mina subterránea no podía invadir terrenos del vecino aún bajo tierra, nos ilustró sobre el hecho de que ya los egipcios explotaban minerales y antes en la edad de piedra había minas para obtener sílice para sus instrumentos.
El temor a lo desconocido no me dejaba pensar mucho, cuando el ingeniero dijo: ya vienen. Nos asomamos a un pozo de unos seis metros que tenía una rústica escalera de madera, que llegaba al borde, por la cual vimos aparecer primero un casco de minero, luego otro y otro, no recuerdo si los contamos, pero eran numerosos, hombrecitos de baja estatura, delgados y en ese momento en que subían corriendo, se acercaba el medio día, el guía, nuestro ingeniero, acotó que subían corriendo pues comían algo y luego continuaban trabajando en sus propias explotaciones en la montaña, en otros tantos agujeros, en busca de oro, para sus ahorros y sus sueños y esperanzas. Constituía para ellos, una pasión y una forma de vida.
Tras la salida del último hombre, comenzamos a bajar por la misma escalera, luego una plataforma de un par de metros y una bajada vertical otra vez de algo mas de un metro, con un escalón intermedio de escasa profundidad que sería peor al regreso, más ninguno manifestó falta de valor. Seguía luego un túnel inclinado que apenas permitía el paso de un hombre a la vez y nosotros no podíamos estar erguidos, seguimos bajando vaya a saber cuantos metros hasta que se hizo casi horizontal el túnel, pero una roca impedía el paso, la única forma de pasar era de costado en lo que el ingeniero que era muy delgado, en un rellano anterior al estrechamiento, nos indicó cómo pasar y hasta ayudó a hacerlo a más de uno de nosotros cinco y nuestro chofer. Pasamos y continuó el descenso unos metros más hasta que siguiendo de nuevo al ingeniero que se  nos había adelantado nuevamente, nos hizo señas de tener cuidado, atención dijo, hemos llegado, su ayudante venía cerrando la marcha.
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A nuestra vista se presentó una enorme caverna, donde, desde la cornisa en que habíamos desembocado, se veían, más abajo, varios mineros trabajando y moviéndose casi a la carrera, una nueva escalera de madera puso a prueba nuestro valor y tras bajar unos tres o cuatro metros tocamos fondo, el techo estaba a unos seis u ocho metros. Nos reunió el ingeniero y nos colocó a todos un casco de los que estaban colocados en una improvisada estantería. Por seguridad dijo.
Le seguimos mas de cerca, por miedo más que por escuchar las explicaciones y alrededor de una especie de tallo de un champiñón gigante, que era el centro que sostenía y evitaba el hundimiento de la mina, una columna si se quiere, la cual tendría unos 25 a 30 metros de diámetro, nos llevó al otro lado, a ver una auto bomba que extraía agua de una excavación lateral, una cueva que salía de la galería donde entraba agua a raudales, de una grieta en la roca, una vertiente de agua subterránea, que por accidente había surgido. Ese agua era bombeada a la superficie por una tubería, un caño flexible de unos diez o quince centímetros de diámetro, que salía por la chimenea, el hueco central de la mina, por el cual se extraía día y noche, el mineral. Ascendía en su pared noventa y seis metros la cañería hasta la superficie. el ayudante, ante el ruido intenso reinante, a los más alejados, pocos metros, nos retransmitía casi a gritos la explicación.
En eso sentimos un temblor y una sorda explosión, quedamos pálidos creo, el ingeniero, recuerdo dijo: no teman, están tronando, nos hizo salir del improvisado refugio, el apéndice de la galería donde fluían continuamente el agua, que nos tranquilizó el guía y su ayudante, diciendo que no se iba a inundar la mina, el bombeo y la potencia de la bomba, eran más que suficientes.
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Tras estar nuevamente en el corredor central en otro costado del tallo del hongo que describí antes, vimos un minero que corría empujando una carretilla que en su cajón de carga llevaba un medio tambor lleno de piedras de bordes agudos y de un color semi verdoso, puro cobre dijo el ingeniero cuando lo mirábamos.
– Porqué corren pregunté yo, el aire aquí está algo enrarecido.
– Le parece a usted, es falta de costumbre, ese otro caño, dijo, señalando un tubo negro, grueso, que no habíamos notado, inyecta aire desde el exterior, aire puro de la cordillera, y corren, pues tienen una paga extra sobre el sueldo por la cantidad de mineral extraído.
Nos llevó acto seguido al lugar de la explosión, una nueva cueva para mi, donde habían tronado y la roca despedazada, era cargada a paladas por otros tres hombres, lleno el tacho según el nombre local de ese medio barril, uno de ellos coge las varas de la carretilla y emprende la veloz carrera hacia la plataforma que iza la grúa hacia el exterior, mientras la anterior carretilla, con un nuevo recipiente vacío, ya está de vuelta.
Al costado de la entrada de la futura galería donde habían tronado, y en el fondo de otra cueva, vi lo que parecían un estrecho túnel, cegado, como con un derrumbe. Tras la pregunta que  hice, provocada por la consabida curiosidad, recibimos la explicación de que en la época en que la zona estaba poblada por indígenas, los autóctonos habitantes, ellos ya explotaban la minería, y ese túnel cegado correspondía a la época de la conquista en que los indígenas excavaban en busca de oro, como principal explotación. Hacían un hueco y desde la superficie, penetraban metros y metros, la muestra a la vista, daba idea de la profundidad a que llegaban, pero lo asombroso es que el diámetro de la excavación les obligaba con movimientos dignos de una oruga a salir hacia la entrada sin darse vuelta y arrastrando cada vez, el material de excavación y así hacer el túnel. Al final, si encontraban el valioso metal, en la piedra mineral que lo contenía o con más suerte, aislado como pepitas, lo sacaban en sus canastos tejidos de varillas vegetales, que arrastraban con sus manos mientras reptaban hacia atrás, hacia la entrada.
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Nos acercamos luego al centro de la chimenea, a la plataforma de extracción, para ver el ascenso del mineral, a prudente distancia, pregunté si podíamos salir por ahí, pensando en lo arduo del regreso.
La respuesta no tardó en llegar, está prohibido, dijo el ingeniero, solo en caso de emergencia se puede usar, es muy peligroso, por la inestabilidad de la plataforma y la inseguridad del ascenso con un solo cable y sin frenos de seguridad como los de los ascensores, en lo alto me quedé mirando la brillante luz del sol que no llegaba a iluminar la mina, abajo usaban luz eléctrica de generadores.
Transcurrido un tiempo prudencial, por fin uno de nosotros, dijo, si ya podíamos emprender el regreso, a lo que el ingeniero respondió que sí, que ya nos había mostrado todo, nos guió  hasta la  última escalera que descendimos, encabezando él el ascenso a la cornisa, recuerdo fui desplazado, antes de tocar la escalera, por uno de los nuestros, que había permanecido en silencio todo el tiempo, sin duda mas asustado que yo, que al final salí último, el ayudante quedó abajo en el interior de la mina, nos saludó  a todos, despidiéndose.
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Retomamos en camino de ingreso, pasamos la misma recordada estrechez de esa roca de evidente dureza que obstruía parcialmente el paso y remontamos otra vez nuestro camino de descenso. Al llegar al escalón previo a la escalera que daba a la luz y a la superficie de la tierra, nos ayudó el ingeniero, práctico en el trato con visitas o gente que no es del oficio, pues el esfuerzo ya se notaba en los cuádriceps, que no respondían a la orden de seguir subiendo pese a que en esa época todos, tiempo más, tiempo menos, practicábamos deportes.
En mi caso, la necesidad de reposo y el dolor duró una semana, ni hablar en esos días ni menos ahora con más años de volver a visitar una mina y ni con ascensor como bajan los mineros, más tras ver la desventura que sufrieron los ahora aplaudidos, rescatados mineros.
Conocí años después a un hombrecito, lo digo por su estatura, pues es un muy buen hombre y padre de familia que trabajó en el sur de Chile en una mina subterránea, esta de carbón, que tras bajar unos mil metros, se extiende bajo el mar unos seis o siete kilómetros, la baja estatura es necesaria como en ciertas profesiones, como pilotos de aviones de guerra y otras, para desempeñarse con comodidad y eficacia, lo que tienen en común es el valor la valentía, vaya para ellos mi humilde homenaje.

J.B.CANTON ©

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Cartas Colliourenses

Cartas que a través del tiempo ha cursado J.B.Canton, un autor, escritor de la vida, a Jean Bart, un viejo marino oriundo de ese puerto del Mediterráneo, al cual conoce a través de su hijo, cuyo nombre y relaciones, son solo fruto de la imaginación del autor. J.B. Canton es el seudónimo de este escritor, cuyas letras pueden parecer en ocasiones semejantes a alguna realidad, pero ello es pura casualidad, en realidad no existen ni existieron los personajes que intervienen de una forma u otra, sea como autores o como protagonistas o agonistas, mencionados o supuestos en el texto.
J.B.Canton ©